martes, 25 de diciembre de 2012

El señor de las moscas extraterrestres


 Acababa de sacrificar contra el cristal del ventanal una inocente mosca. Ese verano fue uno de mis principales entretenimientos, un verano especialmente cargado de moscas empalagosas. En ocasiones prefería darles caza con el tapón del insecticida sobre cualquier superficie en la que se posara la mosca para después, una vez atrapada dentro y con mucho cuidado, levantar el tapón por un lado y durante un breve instante insuflar la muerte a presión con un buen chorro de insecticida. Era un método menos expeditivo que aplastarlas con la cortina contra el cristal, pero de este modo me ahorraba la reprimenda de mi madre por ensuciar el vidrio y la tela con las vísceras amarillas del insecto. Algo musical había en la agonía de esas moscas ejecutadas con ese sistema, con los zumbidos de sus aleteos nerviosos cuando caían, algunas de espaldas contra el suelo y otras desorientadas incapaces de alzar el vuelo dando vueltas en círculos sobre las baldosas.

 A través de la ventana el cielo rojizo de la tarde se iba imponiendo lentamente según pasaban los minutos. Yo lo observa desde el suelo, tumbado boca abajo sobre mi barriga, con los codos apoyados y las manos sujetando el mentón. Estar en el suelo, sentado, tumbado o recostado me ocupaba la mayor parte del tiempo de ocio. Ahí podía pasar horas haciendo diferentes cosas y una de ellas era observar el ocaso sobre los tejados de las casas bajas, - en aquellos años en los que vivir en casas bajas era cosa de gente humilde -, y perderme en mis pensamientos de niño, como aquel en el que las nubes servían de camuflaje a naves extraterrestres con forma lenticular. Atardeceres rojos y naves espaciales: a veces dudo si fue producto de mi imaginación o sucedió en realidad.

No hay comentarios: