martes, 3 de noviembre de 2009

El Puente de Beringia

(Sucedió entonces, cuando el corazón se enfrió)

Un mes de Mayo sintió la necesidad de echar a andar y abandonar la comodidad y seguridad que le ofrecía su hogar. El azar se había cruzado en su vida y no pudo ni quiso ignorarlo así que no le quedó más remedio que arriesgarse y emprender un nuevo viaje.

Salió por la puerta una tarde soleada de Primavera, ligero de equipaje. La experiencia le había demostrado en otras ocasiones que un exceso de peso lastra el camino y esta vez no quería cometer los mismos errores que en otros viajes en los que había llevado mucho equipaje y después tenía que lamentarse por no poder recoger objetos que seguro le hubieran resultado útiles luego.

Y empezó a caminar. Pasó por lugares ya conocidos pero no por ello menos emocionantes: caminos angostos, carreteras sinuosas, senderos casi ocultos, vericuetos, rampas inclinadísimas que requieren mucho esfuerzo para subirlas y precipicios vertiginosos en los que hay que prestar mucha atención para no caer al vacío atrapado por un extraño magnetismo que impide dejar de mirar. A veces se dejaba llevar por la inercia en bajadas no muy pronunciadas y, sobre todo, disfrutaba del trayecto en los momentos en los que el camino era llano y podía pensar con claridad sobre el lugar a donde quería llegar.

En Otoño llegó a Beringia. Un terreno llano y abierto se abría ante sus ojos y su mirada se perdía hasta allí donde comenzaba un mar oscuro, terrible, que baña la costa de esta inhóspita región con la tierra permanentemente helada. Y su corazón se enfrío de repente tanto como la tierra que pisaba. Era imposible seguir avanzando y atravesar esa masa de agua, tremenda, que le separaba de su destino final, el lugar donde reside La Esperanza.

“La Esperanza es un lugar y no un estado de ánimo” - pensó - “Y quiero llegar hasta allí para alimentarme de ella”.

Y sucedió así, como ya había sucedido en otras ocasiones.

Llegó el Invierno, más cruel que en otras ocasiones, y la escasa vegetación de la tundra quedó sepultada bajo un manto de nieve y un puente de hielo unió los dos continentes antes separados por oscuras aguas: el Puente de Beringia.

Y continuó su camino. Y no halló el lugar donde reside La Esperanza.

Otra vez era Primavera cuando llegó de nuevo a su casa. Allí reflexionó sobre su viaje: “Salí en busca del lugar donde se halla La Esperanza y no entendí, hasta que las aguas se enfriaron, que La Esperanza no está en ningún sitio, sino que está dentro de mi y me acompaña allí donde voy”

Es por eso que La Esperanza es lo último que se pierde, si es que hay que perder algo.

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