Acababa de sacrificar
contra el cristal del ventanal una inocente mosca. Ese verano fue uno de mis
principales entretenimientos, un verano especialmente cargado de moscas
empalagosas. En ocasiones prefería darles caza con el tapón del insecticida
sobre cualquier superficie en la que se posara la mosca para después, una vez
atrapada dentro y con mucho cuidado, levantar el tapón por un lado y durante un
breve instante insuflar la muerte a presión con un buen chorro de insecticida.
Era un método menos expeditivo que aplastarlas con la cortina contra el
cristal, pero de este modo me ahorraba la reprimenda de mi madre por ensuciar
el vidrio y la tela con las vísceras amarillas del insecto. Algo musical había
en la agonía de esas moscas ejecutadas con ese sistema, con los zumbidos de sus
aleteos nerviosos cuando caían, algunas de espaldas contra el suelo y otras
desorientadas incapaces de alzar el vuelo dando vueltas en círculos sobre las
baldosas.
A través de la ventana
el cielo rojizo de la tarde se iba imponiendo lentamente según pasaban los
minutos. Yo lo observa desde el suelo, tumbado boca abajo sobre mi barriga, con
los codos apoyados y las manos sujetando el mentón. Estar en el suelo, sentado,
tumbado o recostado me ocupaba la mayor parte del tiempo de ocio. Ahí podía
pasar horas haciendo diferentes cosas y una de ellas era observar el ocaso
sobre los tejados de las casas bajas, - en aquellos años en los que vivir en
casas bajas era cosa de gente humilde -, y perderme en mis pensamientos de
niño, como aquel en el que las nubes servían de camuflaje a naves
extraterrestres con forma lenticular. Atardeceres rojos y naves espaciales: a
veces dudo si fue producto de mi imaginación o sucedió en realidad.
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