“El muerto
aquel”
Cuando contempló el féretro por última vez lo
hizo de forma desapasionada, como quien mira un paisaje conocido a través de la
ventana de un tren en marcha.
En las horas previas al entierro, la viuda
Carmen, hija del conocido sexador de pollos Juan Tutrí de la no menos conocida
granja avícola “La gallina o el huevo: ¿qué fue primero?”, había dispuesto que
nadie se acercara a contemplar el rictus del finado hasta que la peluquera y
esteticista – y para la ocasión también tanatopractora – María Luisa Mórbida,
que regentaba la “coiffure” del salón francés de belleza “Le chic parisien
c’est très jolie”, le hubiese recortado la barba, aquella perilla que tiempo
atrás conquistó a la joven Carmen.
Cuando Carmen vio por primera vez con vida a
su ahora querido muerto, el corazón le dio un vuelco: creyó reconocer en él a
Robin de los Bosques, a la sazón un Errol Flynn vestido con mallas ceñidas pero
tan discretas que lograban disimular lo monstruoso de su miembro viril con el
que, dicen, tocaba sonatas aporreando las teclas de algún piano en fiestas
privadas.
La hermana mayor de Carmen la llevó al cine
una vez siendo ésta una niña pre-púber para que ejerciera las funciones propias
de una carabina, tan necesaria a ojos de los adultos cuando una joven es
pretendida por algún machote, y así poder comerse la boca con Genaro en la fila
más oscura del cine Novedades. Pues resultó que mientras la hermana de Carmen
redefinía por completo el concepto “meterse mano” con Genaro introduciendo una
nueva variante con la boca, la futura viuda de esta historia caía fulminada por
las flechas de amor que Cupido a ciegas, como siempre y más en la oscuridad de
una sesión continua y transmutado en un héroe “desfacedor” de entuertos con
arco y sombrero ridículo y con pluma aún más ridícula, le lanzaba desde la
pantalla de un cine a la pobre Carmen.
Pero con la perilla de aquel actor empezaban y
acababan todas similitudes del muerto con el personaje de Errol Flynn en la
gran pantalla. Ahora, de cuerpo presente en la planta baja de un fastuoso
chalé, el hombre de la perilla aguarda, tieso como un ajo, que prohombres del
pueblo y gente de bien ofrezcan sus condolencias a la afligida viuda que
contempla en soledad un ataúd hecho con maderas nobles.
Pero no vino nadie y nadie se acercó a la
casa. Ni siquiera fueron a escupir sobre la lápida cuando horas después fue
enterrado en el camposanto aquel vendedor de Participaciones Preferentes y
director de la sucursal bancaria que, cuando joven, se parecía a Robin Hood,
aquel que robaba a los ricos para dárselo a los pobres… ¿o quizás fuese al
revés?
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