Ahora le ha
dado por fantasear con su brazo amputado. Les cuenta a los niños del parque que
se acercan curiosos y que le preguntan, con aquella inocencia desprovista de
toda malicia, esa inocencia que dura en los seres humanos los cuatro o cinco
primeros años de vida, a qué se debe esa manga de la chaqueta flácida y
desprovista de sustancia. Les contará que perdió el trozo de brazo que va desde
encima del codo hasta debajo de la mano por culpa de una granada que el enemigo
escondió en una barra de pan. Asegurará que la mano se la volvieron a poner dos
semanas después cuando un compañero, el cabo furriel Cienfuentes, la rescató de
entre las fauces de un perro sarnoso que pululaba desorientado por la selva y
que se la cosieron al muñón que le quedó: - No es muy útil, pero como me ha
quedado un dedo tieso puedo llamar al telefonillo para que Enriqueta me abra
la puerta cuando la otra mano está ocupada sosteniendo la bolsa con la compra
del Mercadona, además de aprovechar los pares de guantes sino mira tú el mal
gasto. Los niños le escucharan con atención y querrán pero no se atreverán a
pedirle que enseñe tal fenómeno, una mano con un dedo tieso que nace en el
hombro, y él, que lo sabe, se aprovechará de la situación para hacer crecer la
mentira hasta límites insospechados: - ¡Tened mucho cuidado si algún día
vuestra madre os dice que vayáis a buscar el pan! – añadirá finalmente como
colofón a la historia. La semilla del cuento ya estará sembrada pero no se
quedará más rato para verla crecer. Es más divertido así.
Quizá mañana la historia del manco sea otra,
porque el público sea otro también y todo el mundo se merece tener su propia
historia del manco; como la de aquel hombre que fue pirata de joven y al que su
amante morisca, despechada y humillada por los vaivenes amorosos del casquivano
marino, un día le hizo la manicura con un cimitarra brillante y afilada a la
altura del hombro.
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